Design a site like this with WordPress.com
Hasi zaitez

Crónica de una txarriboda

NOTA : Te recomiendo leer el original en euskera, Txarriboda baten kronika, publicado en la entrada anterior.

Ayer presencié una txarriboda (1). Presencié y no tanto participé, pues no se me asignó ese lugar.

Recibí la invitación antesdeayer, por parte de mi vecino, nire baserritar kuttuna (2). Decisión más complicada que la de rechazar una nueva oferta de empleo. La dejé para el último momento.

Un par de horas antes de la matanza, mientras trabajaba en la huerta y los rayos de sol que hacía tiempo no veíamos atravesaban mi camiseta térmica negra y me ardía la espalda, algo en el aire me hizo decidirme de pronto: «quiero estar ahí».

El vientre vacío y vaciado, comencé a prepararme. Por los relatos de otres testigues, sabía cuál iba a ser el procedimiento. No sabía, sin embargo, qué ni cómo me iba a sentir cuando escuchase los sonidos del cerdo, viese la sangre caliente salir a borbotones o oliese el pellejo quemado bajo el sepulcro de helechos.

Aún no he desvelado las motivaciones que se hicieron cuerpo tras la decisión. Una, antropológica. La otra, espiritual.

Exceptuando al matarife, el resto de miembros superaban largamente los setenta años. El yerno chileno de mi querido baserritarra y yo rebajábamos la media de edad. A este último, por ser de la familia, se le asignó un rol más activo. De la familia y varón. Debía probar su masculinidad, quién sabe.

Mientras la hija del anfitrión y la madre del matarife repasaban las vidas de les más allegades, yo permanecí junto a los hombres, clavada al cuerpo del difunto. Quería limpiarlo, raspar los pelos del cerdo muerto con el cuchillo, lavarlos con el agua. Pero no me sentí capaz de pedir un cuchillo. Tampoco nadie me lo ofreció.

Sin embargo, allí me quedé, clavada.

Clavada mientras arrastraban al cerdo de la cuadra al portal de la casa, con la ganzúa clavada en el gaznate.

Clavada mientras le ataban las patas a la pared con cuerdas y le subían a un banco de madera.

Clavada cuando le abrieron el cuello con el cuchillo una vez más y comenzó la sangre a manar a borbotones.

Clavada mientras la señora recogía la savia roja del animal en una palangana verde, sin dejar de remover con la mano.

Clavada cuando el anfitrión le pidió al yerno que se sentase encima. “Kontuz, txisa egin dezake eta”, Cuidado, que te puede mear, el matarife. Risas.

Clavada porque el animal seguía vivo, hasta que se apagó, tras un par de largos suspiros.

Aguantando el llanto, le supliqué una y otra vez, “barkaiguzu, laztana”. Perdónanos, amor. Sus alaridos se tragaron mis palabras. Pero sentí que me había oído. Su mirada desesperada se topó varias veces con la mía. Cuando ya no hacía grandes movimientos, posé mi mano en su muslo y mirándole a los ojos una vez más, le susurré, “bukatu da, laztana”. Se terminó.

Una simple caricia, un pequeño gesto de ternura, antes de morir. (3)

Al escribir estas últimas palabras, he desatado el llanto. Espero que eso alivie también la náusea que no experimenté ayer, pero que me habita hoy, como en las resacas.

No puedo decir que me sientiese mal. Sentía la necesidad de estar allí y no me arrepiento.

Quién sabe lo que haré al año que viene si sigo aquí. Qué lo decida el viento, como esta vez.

Fui testigo de un mundo en extinción. No sé si el vasco puede ser considerado un pueblo originario por ritos como este, entre otros. Ayer me acordé durante todo el día de mis compañeres mapuces (4). Siguiendo su ejemplo, quería pedirle permiso al animal para que entregase su vida a través de mi presencia. Entiendo que el matarife debe mantenerse con frialdad, pues la suya es una labor que exige gran concentración y maestría. Pero eché en falta la dimensión espiritual, a sabiendas de que la mía y la del pueblo mapuce no es la única forma de vivir y mostrar espiritualidad. Yo qué sé.

Ahora, al menos, sé qué es una txarriboda. Mejor dicho, qué era (5) y en qué se ha convertido, qué queda.

Sé que el patriarcado hunde profundas sus raíces en Euskal Herria, y que aunque no se haya perdido el euskera (6), seguro que mi petición de estar a solas con el animal antes de la matanza habría sido juzgada como brujería en sus memorias ancestrales, en algún lugar de sus conciencias. Yo, por mi parte, le hablé largo desde allí donde me encontraba.

También sé que hay hombres y hombres. Mi querido baserritarra, por ejemplo, aquel que de pequeño con sus hermanes se escondía al principio de cada txarriboda y el mismo que tenía miedo al matar a su cuadragésimo noveno cerdo. O aquel otro, como el que nos contó, mientras merendábamos el hígado del recién sacrificado, cómo mataba a las crías de gato de su baserri, entre otros alegres relatos. Como el de su último cerdo, que no chilló, porque le había ensartado la lengua con la ganzúa.

Sé, sin lugar a dudas, que Periko sufrió mucho, pero no creo que más que aquellos de los mataderos industriales. A decir verdad, este pobre también llevó una vida bastante cruel, pues en los últimos cinco meses lo único que hizo fue engordar en la cuadra, sin ver un rayo de sol.

Para terminar, voy a recomendar a les vascoleyentes la última (y primera) fascinante novela de Miren Amuriza: Basa (Elkar, 2018) [Basa = salvaje]. Ella hace como nadie una radiografía tan cruda como poética de este mundo en extinción. Variante: es una mujer la que gobierna el baserri, la mítica Sabina. Aunque no lo recoja aquí, es una realidad que tambień se da en los baserris de mi alrededor. Aviso: al igual que la de este texto, no es precisamente el objetivo de la autora dejar al lector con buen sabor de boca.

En Bakio, a 22 de noviembre de 2019

(1) Matanza del cerdo.

(2) Mi querido baserritarra. Baserritarra, persona que vive y trabaja en un baserri o caserío, casa tradicional del medio rural, con huerta, ganado, etc.

(3) Les presentes estuvieron de acuerdo en que este cerdo, contra todo pronóstico, murió sin gran escándalo.

(4) Cuando regresé a mi habitación, al anochecer, me estaba mirando mi hermana yagana desde el altar de las mujeres. «Tú también mataste, ancestra mía, cazaste y diste muerte para sobrevivir.»

(5) Antes las txarribodas eran una fiesta y todos los participantes de la matanza estaban borrachos. Yo pensé que de otra forma no podría ser.

(6) Todo el rito se hizo en la lengua del lugar, la lengua vasca, e incluso fueron incapaces de traducirle al chileno muchos términos del euskera al castellano.

Published by kontalamia

Hitzek sorgindu ninduten. Doinu eta forma ezberdinetan nire gorputza bete ostean, borborka hasi dira, ahotik, alutik… Tras largos años de algarabía, mis poros, por ahora, solo sudan en bilingüe. De ahí que este blog haya nacido así. Ongi etorri. Bienvenide. ¡Ah! Sé me olvidaba… ¡Disfruta del viaje!

Utzi erantzun bat

Fill in your details below or click an icon to log in:

WordPress.com Logo

You are commenting using your WordPress.com account. Log Out /  Aldatu )

Facebook photo

You are commenting using your Facebook account. Log Out /  Aldatu )

Connecting to %s

%d bloggers like this: