
NOMBRE DE LA PASAJERA: Alba
ORIGEN: Bilbao, Euskal Herria
Escala en: Aeropuerto Ataturk, Estambul, Turquía
DESTINO: Antananarivo, Madagascar
Mi primer viaje sola.
Ocho largas horas de escala en Estambul.
Apenas una hora antes de embarcar rumbo al continente africano, una noticia irrumpe en las pantallas de los televisores, casi al mismo tiempo que en mis grupos de WhatsApp: el ejército turco ha dado un golpe de estado contra el presidente Erdogan, que cuenta con el respaldo de los cuerpos policiales.
Ya que el mandatario está de vacaciones, el aeropuerto donde me encuentro se convierte de pronto en el escenario principal de esta crisis política. El presidente debe aterrizar de emergencia, en este mismo lugar.
Cuatro años después, la velocidad de circulación de la información me da aún más vértigo que entonces.
Cuatro años después, el pánico vuelve a apoderarse de mi cuerpo. Bueno, al igual que los militares turcos, ha vuelto a fracasar. Me habita el miedo a ratos, pero no me domina.
¿Qué tendrá que ver un golpe de estado con el coronavirus?, me preguntaba mi madre esta mañana, cuando le he hablado sobre este artículo.
Yo solo sé que me habita el mismo miedo que en aquel golpe de estado, sobre todo desde que comencé a escuchar noticias sobre la paranoia social en aumento y las medidas represoras que pretenden contener al virus restringiendo nuestros movimientos.
Pánico colectivo, grandes discursos oficiales, gestos solidarios, explotación de les trabajadores más vulnerables, sensacionalismo mediático, calles desiertas, gran despliegue de las fuerzas de seguridad del estado… ¿Eso ya nos va sonando?
Mi vuelo se retrasó unos días, pero, finalmente, pude realizar mi viaje tan soñado.
Detrás quedaba un país conteniendo la respiración, el pueblo turco y kurdo recolocándose en la incertidumbre. Y un jefe de estado con prácticamente todos los poderes en su mando y las cárceles llenas de presos políticos.
¿Qué quedará tras este tsunami mediático? La marea no para de subir, pero ya van asomando bastantes cadáveres.
No hablo de “los caídos” ―atención a la terminología bélica que usamos todes, gobernantes y pueblo llano, desde el minuto uno― por esta nueva peste, sino de los despidos masivos, de los naufragios y genocidios de migrantes en las fronteras ahora más blindadas que nunca, de las asesinadas por el machismo confinado en casa y olvidado por las instituciones… Esas instituciones que van a decidir, una vez más, quién tiene derecho a salvarse y quién es descartable.
Por un lado, alentada por el potencial transformador que ofrece esta crisis estructural, y por otro, consternada por el presagio de que el nuevo mundo que emerja de ella sea aún más cruel que el que tenemos ahora, pongo de nuevo mi pluma al servicio de la revolución para revisitar y compartiros el pánico que viví en aquel episodio.
Ni siquiera he necesitado invocarlo. Lo viví tanto en mis carnes como en las de los cuerpos que me rodeaban, y lo traigo ahora al presente con el objetivo de sembrar lucidez.
Confieso que la esperanza me abandona por momentos. Por eso, necesito hacer este ejercicio político para reafirmar mi confianza en el poder popular.
Si compartes mis inquietudes, súbete al avión e iremos haciendo escala en diferentes coordenadas de estas dos crisis.
¡Disfruten del vuelo!
NUMEROLOGÍA
A Noe y Facu
Hacía apenas 3 semanas que el ISIS había perpetrado un atentado en ese mismo aeropuerto turco. A mí no me tocaba.
Madagascar había sufrido un golpe de estado en 2009, 7 años atrás. Y el país tenía una larga historia de mandatos interrumpidos por la fuerza. Eso sí podía tocarme.
Fallé con las leyes de la probabilidad. Hubo un teléfono escacharrao, o un télescopage, como le dicen en interpretación, y se mezclaron los sintagmas de las dos frases.
Un batallón de números nos asola estos días. Las muertes, las altas médicas, los positivos… Cada cual estará haciendo sus propias cábalas.
HEREJES DE AYER Y DE HOY
A Gontzal
Las personas que se atrevieron en aquel entonces a afirmar que aquello había sido un autogolpe del presidente turco para hacerse con todo el poder, fueron exiliadas, presas, torturadas…
Las que ahora ponemos en duda la peligrosidad inaudita y exclusiva de este virus, y sacamos una y otra vez a colación las cifras del cáncer, la gripe común, el machismo o la pobreza, sufrimos la censura de amigues, familiares, vecines…
Arderemos todas en la hoguera, las brujas de hoy y del mañana. Y querré yo también contagiarme la ceguera, para no ver quién prende la llama.
INSTINTO DE SUPERVIVENCIA
A Txemi
En la primera estampida, corrí. En la segunda, no.
En la primera estampida, corrí. Recorrí unos quince o veinte metros, hasta que vislumbré la barra del bar de la terminal y la salté.
Tendría algo más de un metro de altura. Me llegaba al pecho. Más alta que el potro, aquel que nunca salté en las clases de gimnasia.
Fue un salto más o menos limpio. Apoyé las manos y salté con las piernas por la izquierda. Sin embargo, me golpeé el muslo derecho y el moratón que salió, horas más tarde, me acompañó prácticamente durante las cuatro semanas del viaje. Era la prueba que demostraba la aventura narrada en cada nuevo encuentro, mi honorable herida de guerra.
Rompí algunos vasos que reposaban sobre la barra, pero no me corté. Hace tiempo que siento que hay un ángel, un duende o una estrella pegada a mi culo. Ellos envolvieron los cascotes en algodón. O pulieron sus aristas.
Agachada y escondida detrás de la barra, con la mente en blanco ─como ocurre en esos momentos de alarma máxima, donde solo late el instinto vital, fuerte y rápido─, alguien comenzó a hablarme. A mi izquierda, un hombre, de unos treinta y pico o cuarenta años, escondía a su hijo, de unos dos, en el hueco de un barril de cerveza. What do they want?, «¿qué quieren?», me preguntaba en inglés. I don’t know, debí responderle.
De repente, otra persona comenzó a hablarme. El camarero sacudía mi faldiquera por encima de la barra y los cascotes. It’s mine, it’s mine!, grité. La mente en blanco comenzaba a llenarse, de otras emociones y sensaciones. Por eso, pude agradecerle a la vida, una vez más, por estar viva, y a aquel hombre, por haber recuperado mis documentos.
No he vuelto a usar una faldiquera. Nunca jamás.
ALIANZAS INESPERADAS
A Nere
En la primera estampida, corrí. En la segunda, no.
Cuando recibí las primeras noticias del golpe de estado, me aconsejaron dos cosas. La primera, no salgas del aeropuerto: es territorio internacional, allí estarás segura. Y la segunda, acércate a tu puerta de embarque y trata de relacionarte con la gente con la que ibas a viajar.
Cumpliendo esas dos directrices de amigas juristas, expertas en derecho internacional, me acerqué a la puerta de embarque de mi vuelo a Antananarivo. No recuerdo el número. Di un pequeño rodeo, pero mi cuerpo no se sintió ahí. Sin embargo, en la puerta de embarque contigua había un grupo de españoles, también varados, después de que su vuelo a Tailandia hubiese quedado truncado. Como el mío. Me senté junto a ellos, en el suelo.
En la primera estampida, corrí. En la segunda, no.
Entre el grupo de españoles que viajaban a Tailandia, había un guardia civil. Lo confesó en voz baja, subrayando que sus vacaciones eran entre comillas, ya que ellos están, en principio, siempre de servicio. Él se encargó de describirnos, paso por paso, los mecanismos de un golpe de estado. Ya habíamos presenciado algunas de sus fases y nos informó de las que quedaban por venir.
Cuando los tanques comenzaron a rodear la terminal, apenas unos metros de distancia y una enorme cristalera entre sus cañones apuntándonos y nuestros cuerpos, yo también corrí, hacia el frente, y me escondí bajo las sillas del fondo. En mi mente en blanco, la cristalera era puro papel de fumar, ni siquiera un muro. En mi mente en blanco, aquellos bancos del fondo eran de hierro, un material duro, pero con demasiados huecos para protegerme de una lluvia de balas. En mi mente en blanco, los cañones de los tanques no eran de juguete. Pero el guardia civil me agarró del brazo en un momento y me dijo: «No corras, no van a hacernos daño. No pueden atacarnos. Están ahí porque el aeropuerto conecta Turquía con el exterior, y hay que blindarlo.»
En la segunda estampida ―después de haber vuelto a unirme al grupo tras aquel glorioso salto en la primera―, me encontraba sentada a su lado, y sus frases, de persona sabia, entraron de lleno en mi cerebro en blanco. «No corras», me dijo, «nadie nos persigue». Y así era.
La primera vez, corrí, con la mente en blanco, como parte de aquella muchedumbre, perseguida por el fantasma del miedo.
Ahora nos persigue otro fantasma, microscópico.
EMPATÍA
A Ibone Olza, por su artículo Nacer y morir con coronavirus
Después de las estampidas, los tiroteos lejanos, los manifestantes… después de haber sido derrotados los supuestos golpistas… mi cuerpo, todavía en estado de alarma, pasó a otra fase.
Allí seguíamos miles de personas, de todas las edades y procedencias, confinadas en la terminal de un aeropuerto.
De camino a los baños, pasé delante de una mujer que lloraba desconsolada. Tenía una criatura en el regazo y otras dos correteando por allí, medio indiferentes, medio inquietas, al igual que les adultes. Estreché una mano de la mujer entre las mías y balbuceé unas palabras de consuelo en inglés. O, a lo mejor, en árabe. No atinó a responderme, pero estoy segura de que lo agradeció.
La mujer llevaba puesto un hijab y era de tez muy clara. La ubiqué en Siria o algún otro país de Oriente Medio. Imaginé que para ella la guerra era una presencia bien conocida, pero a la que una nunca se acostumbra. De ahí el derecho a perder los nervios.
Recuerdo nuestras manos entrelazadas ahora, en estos tiempos sin contacto, o más bien, de distancias físicas impuestas por real decreto, donde los enfermos se mueren sin una caricia. Los gestos de consuelo son ahora de balcón a balcón. Una trompeta que canta un cumpleaños feliz. Una bolsa con pan y medicinas colgando del pomo de la puerta. Aplausos a las ocho de la tarde.
Volverán los abrazos. Y la libertad. Pero qué se quede la empatía.
HIPOCRESÍA
A Mariona y Xavi
En la puerta de embarque del vuelo a Madagascar conocí a otro pasajero solitario.
Se jactaba de no haber corrido en ninguna de las estampidas. Estaba muy curtido. Había sobrevivido a varios robos con violencia en lugares recónditos del planeta, conflictos armados… y otras aventuras extremas. Con la indumentaria de trekking color safari que vestía ―no muy distinta de la mía, por cierto―, era a mis ojos una especie de Indiana Jones.
Otro pasajero que viajaba conmigo a Madagascar, miembro de una pareja catalana preciosa, me dijo: «¡Será mentiroso! Corrió conmigo hasta el baño y se ha pasado encerrado allí buena parte de la noche.»
Más tarde, indiana jones se ofreció a viajar conmigo por la isla. Rehuí la propuesta.
Esos que no reconocen su miedo son los más peligrosos.
SONIDOS
A mi padre, por el oído;
y a mi madre, por el relato de los balcones
Lo primero que hice al llegar al hotel de Estambul fue ducharme. Una habitación doble para mí sola, con baño y un balconcito de madera con vistas a una escollera de piedra. Se canceló nuestro vuelo sin reprogramación a la vista y nos confinaron en un Hilton, pero nos tocaron las habitaciones traseras.
Dejé la puerta del baño abierta. El miedo aún estaba muy pegado a mi ropa y a mi piel. Cuando abrí el grifo y las primeras gotas comenzaron a caer sobre el plato de ducha, yo escuché los tiroteos lejanos de la noche anterior. Curiosa asociación, mientras otres se duermen escuchando el sonido inofensivo y relajante del agua, digital y remasterizado.
Otro sonido que quedó grabado en mi cerebro fue el ruido de los cazas que sobrevolaron la terminal una vez fracasado el golpe de estado. Una bomba caía sobre nosotres en cada vuelo, mientras un hombre roncaba sonoramente a mi lado.
Tras la primera noche de hotel en la urbe turca, amanecí inquieta. Me quedé un rato inmóvil en la cama, aguzando el oído. No había oído la llamada al rezo, en la ciudad de los mil minaretes. Muy mal presagio.
Cuatro años después, a pesar de mis peores augurios ―tiendas de alimentación vacías, etc.―, el panadero no faltó a su cita de las 8:45 en el primer día del confinamiento total. Yo no le compro, pero la música que escucha el joven conductor durante sus labores de reparto me sirve a veces de despertador. Cada mañana de lunes a sábado deja una barra en la bolsita que cuelga del antiguo horno de piedra de mi vecino, ahora abandonado.
En general, reina la tranquilidad en nuestro mundo rural, pero no necesariamente el silencio. Tractores, sulfatadoras, desbrozadoras, motosierras, mugidos, campanas… Todas las actividades bajaron el ritmo en las primeras semanas de confinamiento, en plena primavera.
Aquí nadie escapó al miedo. Las hijas asustadas en las urbes pedían a sus padres que no salieran al campo, no sea que les viera el helicóptero ―yo les escuchaba y me imaginaba al pájaro de metal aterrizando en medio de nuestras huertas y al aldeano soltando los aperos y levantando los brazos, en plan Mars Attack―. Yo misma me escondía con las perras en el bosque cuando oía el zumbido de sus aspas o sospechaba de pesqueros navegando demasiado cerca de la costa. ¿Una patrulla marítima, quizá?
La actividad agrícola volvió a tope a las puertas de la desescalada. Si no se trabaja en primavera, no comeremos durante el resto el año. Así de sencillo.
Señoras, ha llegado el camión de la chatarra. Regresaron poco a poco todos los sonidos y oficios.
Una mañana del confinamiento, tomé el coche para ir a hacer la compra. Pulsé el botón para activar el sistema de asistencia por voz y, después del pitido, pronuncié «Radio». Mi voz me produjo extrañamiento. Me percaté entonces de que era la primera palabra que emitía en el día.
Fuimos muchas personas las que experimentamos nuestro primer confinamiento ―en mi caso, el segundo― en soledad. Nuestra banda sonora de aquellos días está llena de música y voces humanas en podcasts, llamadas telefónicas, audios, videoconferencias, retazos de las conversaciones de vecines… pero pocas voces de carne y hueso.
En el silencio de la noche, mientras cosía o escaldaba verduras en la cocina, oía a la carcoma abriéndose camino en la madera, o a la oruga en el interior del repollo que había dejado fuera de la nevera. Me sentía con superpoderes. No puedo veros, pero os oigo. Igual que a las ratas.
Quizá no le prestamos mucha atención, pero nuestro cotidiano está tan asociado a unos determinados sonidos que, cuando se ven alterados, este sentido conecta directamente con la emoción del miedo y se potencia.
¿Qué hubiera pasado si una tarde, a las ocho en punto, sin previo aviso de huelgas u otras protestas, se hubieran acallado los aplausos de los balcones?
AMISTADES AD HOC
A Olmo
Cuando llegamos a nuestro hotel, en una de las colinas de Estambul, descubrí aterrorizada que el impresionante despliegue policial de la zona no se debía únicamente al estado de alarma tras el golpe de estado, sino a la sede del AKP ―partido político del líder turco, triunfante tras el supuesto fracaso del “golpe”― ubicada justamente en los bajos de nuestro hotel.
Retratos colosales de Erdogan, seguratas por todos lados, mitines de los pesos pesados del partido a través de una potente megafonía para los manifestantes eufóricos que se iban acercando, enrollados en la bandera turca. En absoluto el escenario que me imaginaba de una ciudad desierta y en vilo, tras un golpe de estado. Aquello era una fiesta nacional, con fuegos artificiales y sesión de Dj incluidos.
Algunes de les viajeres confinades conmigo en el hotel se vistieron con las mejores galas de su equipaje de mano para sumarse a la celebración. O curiosear un poco, al menos. Pero a mí aquel evento no me parecía en absoluto inocente, a pesar de la tranquilidad que mostraban la mayoría de los asistentes. De nuevo, la calma chicha. Todo mi cuerpo era presa del pánico, una vez más. Casi prefería haberme quedado en el aeropuerto.
Hace apenas 24h, hubo un golpe de estado, contra el líder máximo de este partido, pensaba yo. Si alguno de los golpistas u opositores quiere pillar a un pez gordo, no hay mejor lugar que este para atentar. Imaginaba francotiradores en la azotea del hotel. En las cocinas. Secretas entre los huéspedes. Y eso que no he consumido muchas pelis de acción ni literatura policiaca.
Entre el ruido ―y eso que nuestras habitaciones daban a la trasera del hotel y no al patio de fiesta― y mis conjeturas mentales, me sentía incapaz de dormir. Y ya eran casi 48h en vela. Mi cuerpo no daba más.
Pedí auxilio entre les compatriotas ―patrias ad hoc, etiquetas ad hoc―. Un burgalés que se dirigía a Escandinavia se ofreció a dormir conmigo. No hizo falta. Charlamos durante un buen rato en la terracita de mi habitación hasta que me sentí más tranquila y capaz de plegar los párpados a solas. ¿Segura de que te sientes mejor ahora? ¿No me quedo, entonces? Hace tiempo que no guardamos contacto, pero lo recuerdo con mucha ternura y agradecimiento.
Esas alianzas extrañas, improvisadas, también han sido las protagonistas de esta pandemia.
Vivo en el medio rural, pero no aislada. Mi casa forma parte de un barrio de baserris de una turística localidad costera de Bizkaia. En el pueblo tiene fama de ser un barrio bastante hostil.
Apartado del centro y con el confinamiento total impuesto, en aquellos días solo nos vimos las caras entre vecines. Algunes desaparecieron incluso dentro de casa. Yo, sin embargo, me sorprendí buscando y agradeciendo la compañía de mi casero, un hombre mayor, de raíces muy arraigadas en esta tierra y este modo de vida, con todo lo que ello conlleva.
Que si una anécdota por aquí, que si ahora te voy a enseñar a repicar semilleros en el invernadero, que si ahora se me ha estropeado el teléfono… Compartimos en esas semanas muchas charlas y cuidados, pequeños paréntesis antes de volver de nuevo a la vida de muros para adentro. Y al silencio.
El ser humano es un animal gregario. Y la raza ibérico-mediterránea, especialmente inclinada a compartirse, para gloria y disfrute de una servidora. Por eso, albergo la esperanza de que estas medidas pandémicas no alteren demasiado nuestra forma de relacionarnos. Casi me enorgullezco de nuestro récord de contagios, aunque algunes se lleven las manos a la cabeza con mi confesión.
Ya no cabe ninguna duda de que se viene una profunda reestructuración económica, que va a tener profundas secuelas sociales. Pero yo no quiero una sociedad como la británica, que quedó herida de muerte social con las políticas salvajemente neoliberales de Thatcher. Hay que ponerse evangelistas y amar al prójimo, estrecharle la mano al vecino, echarle un capote a los más golpeados por la crisis, para que no nos impongan otra vez la guerra entre pobres.
AJEDREZ GEOPOLÍTICO
A Mertxe
La gata le ha vuelto a robar la cama a la perra. En eso se resumen las luchas de mi casa. Pequeños conflictos cotidianos sin grandes daños colaterales.
Pero enciendo la radio y Trump pide venganza por las negligencias de la potencia china, que ha soltado un virus letal por el mundo. Mientras se intensifican los ataques racistas a colectivos migrantes de este perfil y asiático-descendientes ―como denuncia Puto Chino Maricón en su sección radiofónica de Carne Cruda―, otres glorifican las medidas de contención de la república de Mao, omitiendo un dato importante, y es que se trata de un estado totalitario que controla con maestría perfeccionada, gracias a la revolución digital manufacturada en su territorio, cada movimiento de su pueblo.
En el hall del hotel de Estambul había un televisor. Como gesto a los huéspedes confinados, o quizá por pertenecer a la cadena americana Hilton, emitía las noticias 24h de la CNN.
Cuando ya había recobrado algo de calma y me habían llegado un par de bragas limpias ―gracias a unos viajeros intrépidos que se aventuraron a romper el estado de sitio para acercarse a un centro comercial en taxi―, me sobresaltó de nuevo una noticia: Turquía repudiaba a Estados Unidos por dar asilo al supuesto responsable ideológico del golpe ―Fethullah Güllen, archiconocido enemigo de Erdogan― y, en respuesta, Barack Obama prohibía el aterrizaje de cualquier vuelo proveniente de Turquía.
El hotel comenzó a llenarse de pasajeros americanos, varados en Estambul.
Yo ya me veía a las puertas de la tercera guerra mundial ―esa que lleva tiempo librándose en demasiados lugares del Sur del planeta, como el Congo o Siria― y buscaba alternativas para repatriarme por mar y tierra.
indiana jones, que estaba en ese momento persuadiéndome de que Cristobal Colón no era genovés, sino catalán ―se me escapó una (son)risita que ofendió enormemente al patriota―, se ofreció a acompañarme hasta la frontera turca con Grecia, si nuestro vuelo a Madagascar no era reprogramado pronto. Imaginé a los miles de refugiados hacinados a las puertas de la fortaleza europea, enfrentados a una incertidumbre aún mayor tras el golpe de estado. Qué asilos tan precarios, qué tránsitos migratorios tan perversos, y qué ideas tan peregrinas tiene este indiana jones, pensé yo.
Ya seas militante internacionalista o cultives arroz en las colinas tibetanas, ya hornees chipá en un horno argentino como guíes espiritualmente a tu comunidad, en un mundo globalizado, estamos todas atravesadas por la geopolítica. Y es muy lícito que, con los mafiosos que nos gobiernan, el pueblo repita una y otra vez, a mí no me interesa la política, pero… reapropiémonos de la palabra. La política del pueblo. Poder popular.
En mi siguiente viaje, pude comprobar maravillada como las gentes del Sur le prestan atención a estas cosas. En el metro de Santiago de Chile, me preguntaron por el referéndum catalán. En una remota comunidad mapuche, en el sur de los Andes, también me preguntaron por los hermanos catalanes. Y por los presos vascos. indiana jones estaría loko de contento.
CUARENTENA RURAL
A Jose
Poco o nada se han parecido la cuarentena en un Hilton oriental o en el baserri.
Escuché atónita las crónicas de las jornadas maratonianas de rutinas deportivas, meditativas, gastronómicas… de aquelles confinades en un piso en la ciudad. Me fascinaban, sobre todo, las rebeldes que se negaban a las clases virtuales ―y gratuitas, que hubo grandes samaritanos en los primeros días― de zumba para tirarse todo el día en el sofá, leyendo y rascándose el chichi.
Yo no podía permitírmelo. El tiempo libre es un privilegio urbano.
He de confesar que el comienzo de mi cuarentena también fue bastante relajado y bucólico. Lecturas a la sombra del melocotonero, la vista perdida durante horas en el éxtasis de la primavera en flor. Un poquito de huerta para ejercitar el cuerpo. Un paseíto por el bosque con las perras y la flauta. La casa de la pradera.
Hasta que llegaron las ratas. O, mejor dicho, hasta que se me subieron a la chepa y se atrevieron, las muy sinvergüenzas, a tocarme a la puerta de casa.
Entonces comprendí, de un puñetazo en toda la cara, lo que mi compañero de baserri me había querido explicar con lo de la improvisación rural y la desquiciante gestión de los tiempos. Da igual lo que hubiese planeado para ese día, ya sea de tareas agrícolas como de creación literaria. Si las ratas habían conseguido entrar al gallinero de nuevo, tocaba buscar el punto de fuga y cerrarlo, una vez más. Todo lo demás, suspendido. Eternamente pospuesto. Bueno, ya me tocaré el chichi otro día…
El hecho de que las ratas me robasen tiempo de aquella manera tan bestia llegó a provocarme una ansiedad bastante heavy. Me sentía estafada. ¿Dónde estaban mis vacaciones? El pico álgido de la plaga fue en Semana Santa ―el calorcito propicio para criar―, cuando ni siquiera estaba teletrabajando en la escuela. Pero trabajé más aquellos días en el baserri que ningún otro del año, porque también había que preparar la huerta de verano.
Aquella ansiedad me enseñó a cuidarme y fue, además, clave. Fundacional en la consolidación de mi identidad rural. No salí corriendo.
Tampoco fui la flautista de Hamelin que se llevaba a las ratas al bosque de paseo. Empleé todos los métodos a mi alcance para eliminarlas, de forma cruel, sin duda. Pero estaba aquí, con los pies en la tierra, y no en la burbuja urbanita donde algunes piensan que las hortalizas crecen solas, por gracia y obra del señor ―y por eso, no entienden los precios, se venden siempre demasiado caras―, o que las gallinas deben ser liberadas para no ser violadas por los gallos. Yo empleaba más tiempo en cuidar de los animales de la casa que de mi propio cuerpo.
La soberanía alimentaria suena muy bonita, pero construirla supone una gran inversión ―por no decir, sacrificio― personal. En mi intensivo confinamiento rural en soledad, pasé rápido de la inicial atracción por el folklore baserritarra a la cruda realidad. Por momentos, llegué incluso a anhelar rabiosamente un poquito de confinamiento entre cuatro paredes. Pero el deseo desaparecía rápido.
La recompensa vale la pena. Por un lado, un empoderamiento bestial. Cuando logras obtener alimentos donde antes solo había tierra, te sientes imparable. Y por otro, la libertad, que ha quedado más patente que nunca en este confinamiento. Respirar, sentir el viento en la cara, escaparse al bosque, pura extensión de mi casa… Decidir libremente qué siembro y qué no siembro. A fin de cuentas, no cambio estos poderes y beneficios por nada del mundo, y menos, por tocarme el chichi encerrada en un piso en la ciudad.
Entre aquellas rutinas urbanas de zumba por Zoom o las mías rurales, parecía que nos separaba un mundo entero, pero siempre hay lugar para la empatía. Aquellos días, la urbanidad confinada también compartió esa necesidad constante de improvisar que impera en la ruralidad. Teletrabajo, telescuela, casa circo… hubo que rediseñar rutinas y espacios dentro de las casas. Gestiones domésticas a golpe de real decreto.
La incertidumbre se ha instalado en nuestras vidas, y, como dicen les psicólogues, más vale ir pillándole el gustillo. ¿Se comerá el topo mis zanahorias? ¿Terminaremos el curso en casa o en la escuela?
CUESTIÓN DE HIGIENE
A la Misses Proper que hay en mí
La ruralidad también me ha demostrado que la pulcritud es una quimera. Volvamos a las ratas ―que aún meses después me obsesionan― para ilustraros con un pequeño ejemplo.
Los roedores, embravecidos por su superioridad numérica, se volvieron tan descarados, que entraban incluso de día al gallinero, y como los perros, meaban los huevos de las gallinas para marcarlos. Pobrecitas. El estrés que debieron sufrir mientras ponían tan tranquilas. Como hacía ronda frecuentemente por el gallinero, solía recoger los huevos nada más ponerlos, y descartaba aquellos que estaban meados, mientras limpiaba con un pañito los que las propias gallinas habían cagado.
Entonces descubrí, con estupor, que no debía ser muy buena idea cocer los huevos con la pasta, como se había hecho en mi casa toda la vida, por mucho que los laves. Si yo recogía uno a uno cada huevo y conocía a cada gallina y cada movimiento de entrada y salida del gallinero, qué no habrá en las grandes explotaciones. Pero, en fin, estamos todos vivitos y coleando en la familia.
Para aquelles que se afanan en pulsar el botón del ascensor con la manga del jersey, o limpian las suelas de sus zapatos con productos de destrucción vírica masiva ―ni siquiera lejía, algo mejor, más potente aún―, aquí va otro ejemplo ilustrativo para que se relajen y dejen de aferrarse a la imposible seguridad de un mundo esterilizado:
¿Cada cuánto limpiáis en vuestras casas el cubilete de los cepillos de dientes? Si hace tiempo de la última vez, os invito a echar un vistazo al fondo del recipiente desahuciado. La vista os regalará un lindo paisaje, seguro. Y ¿os habéis percatado de que empuñamos el cepillo, justamente, por el lado en contacto con la mugre? ¿Y qué hacéis después con esas manos? Ahí lo dejo.
NANOMUNDOS
A Marc Badal, por su libro Cuadernos de viaje
El mundo microscópico es fascinante, sin duda. En detrimento del ecosistema del fondo del cubilete de los cepillos de dientes, la atención de toda la comunidad científica mundial ―o, al menos, de la que llega a los medios― está ahora puesta en escrutar los mecanismos de un solo virus. Covid-19. Quién no conoce su nombre.
A este último no le doy mucha bola, pero sí que hay un aspecto de la microbiología que me fascina. Son las semillas.
Mientras que muchas personas tuvieron que retrasar las siembras por la imposibilidad de llegar a sus huertas o de adquirir planteles, mi vecino estaba preparado. Como cada año, tenía semillas de casa, seleccionadas en la cosecha anterior. Fue sembrando el invernadero entero, haciendo magia en cada tiesto y semillero, y cuando se ampliaron los permisos de circulación y llegó el tractor a arar el campo, ya estaban todas las cosechas listas para ser trasplantadas. Inteligencia milenaria, agro-eco-lógica.
Yo, inspirada por él, traté de rescatar las semillas de una plantita de albahaca morada que me había resistido a tirar. Me la traje para casa tras el final de la huerta de verano, con el fin de usarla para cocinar, pero se limitó a recoger polvo en sus flores secas. Las froté entre mis dedos y, al principio, no encontré nada parecido a una semilla. Al menos, a lo que yo imaginaba debía ser una semilla. Pero seguí insistiendo y al fin comenzaron a aparecer. Cuatro minúsculas semillas de cada celdilla. Todas oscuras, como la planta. Las fui recogiendo en una servilleta blanca, para no perder ninguna.
Cuando germinaron, me pareció un milagro. Dos hojitas brotando de un tallo minúsculo, todas ellas moradas, como su madre. Toda la información necesaria para crear vida, belleza y naturaleza, en su cápsula violeta. De un violeta tan intenso como Violeta Parra.
Entre las orugas y los caracoles se zamparon todos los brotes. Pero no se borró la sonrisa de mi niña interior, que recordaba como en la ikastola sembrábamos legumbres en botecitos de yogur cada primavera. Y siempre brotaban. Como la alegría y la esperanza.
CAPITALISMO
A Anita
Miles de personas confinadas en una terminal. Se suman cientos de manifestantes sudorosos, que tras saltar sobre nuestras maletas abandonadas debajo de las barrigas de los aviones, fuerzan las puertas bloqueadas de la terminal para irrumpir en la madrugada convulsa de una calurosa noche a orillas del Bósforo. Uno de los simpatizantes del presidente no tiene dinero para pagar el botellín de agua que calmará su sed. Sale un jefe de la nada para asistir al camarero en apuros. O pagas o no hay agua.
Aquella noche comprendí que la máquina nunca para.
Da igual que se trate de un golpe de estado… Siempre hay que pasar por caja.
Todo el personal del aeropuerto se había esfumado, salvo un pequeño grupo de trabajadores, los últimos de la cadena: las limpiadoras y los empleados de las franquicias que inundan los hubs del planeta.
Dos años más tarde, en noviembre de 2018, vivo una situación similar en Buenos Aires, sede del G-20. Macri acoge, como buen anfitrión, a algunos de los más grandes criminales políticos y financieros del planeta. Las calles del centro de la ciudad están desiertas. (La) Capital está irreconocible. Miles de manifestantes y un número casi igual de policías antidisturbios, blindados hasta los dientes, esperan a que comience la marcha, todes en formación. Banderas multicolor y uniformes negros. Y de pronto, un transportista en bicicleta atravesando una de las arterias vaciadas. Avanza pedaleando con su carga en la mochila de atrás. ¿Boludo, qué hases? O mejor dicho, ¿quién es el boludo que se pidió una burguer hoy para que se la lleven a casa calentita?
Aquella tarde confirmé que la máquina nunca para.
La pandemia y el estado de alarma dejaron muchas escenas parecidas: Amazon hizo más caja esas semanas que durante la campaña de Navidad del año anterior. Terrorífico. Da mucho que pensar.
Y mientras aumentaban los pedidos a los domicilios confinados y la precarización del sector transportes, el real decreto sepultaba otras luchas sindicales, como las de las trabajadoras de la limpieza de la UPV [Universidad Pública Vasca], que acababan de arrancar, tras años en lucha, una huelga histórica de cinco semanas. No solo se truncó la huelga, de forma perversa, sino que en nombre de la salud y la seguridad fueron todas obligadas a desinfectar a destajo. Aquellas que no valían nada ―¡qué lo recoja la de la limpieza, que para eso la pagan!, me contestó una vez un alumno de un cole pijo cuando le pedí, por favor, que recogiera los papeles que había tirado al suelo a última hora― son ahora imprescindibles. Nuestra vida pende de un hilo. Y de su capacidad para soportar la explotación.
Cuando Susa del sindicato Steilas me compartió la lucha de las limpiadoras de la UPV, me acordé de las del aeropuerto de Estambul. Recordé sus caras de pánico encerradas en los baños con los pasajeros de los vuelos cancelados. Los llantos que secaban con las puntas de sus pañuelos. Antes o después, nosotres continuaríamos viaje, pero ellas se quedaban en el país, tras el golpe de estado. Afuera, quizá un hijo que milita en la oposición. O preocupación por su familia, que vive en el sur, en un cantón kurdo, amenazado ahora de una mayor represión del estado, con toda la impunidad. Y las limpiadoras vascas comparten sus preocupaciones. No hay posibilidad de huelga a la vista, ni mejora de sus condiciones de trabajo. ¿Y afuera? Afuera la vida urge como un río, como escribió Benedetti. Ríos de lejía.
PATUA
Yo sentí que haber vivido un golpe de estado era un regalo, porque había sobrevivido. Supe enseguida que estaba escrito en mi destino ―patua en euskera―: el miedo, el instinto de supervivencia, las alianzas… Un entrenamiento casi militar que me depararía algo.
Aquellas enseñanzas y emociones han vuelto después de cuatro años, a ponerle perspectiva y serenidad al coronavirus. Se han transformado, además, en este texto. Con él, ya he saldado mi deuda con aquel episodio de mi vida.
También supe, desde bien pronto, cuál era mi destino en esta crisis. Que no era casual que me pillase ruralizada, enamorada… mucho más empoderada.
Soy consciente de que muchas saldremos de ésta muy fortalecidas. Al igual que soy consciente, más que nunca, de mis privilegios, y de que tendré que ponerlos de nuevo al servicio de aquellas personas que no saldrán tan bien paradas.
Con esa certeza, dejé de llamar a la desobediencia y decidí descansar la cuarentena, para no desfallecer en la ingente tarea que nos deparará el nuevo mundo que emerja de esta crisis. Harán falta más serenidad y lucidez que nunca para desenmascarar al fascismo.
La empatía, les trabajadores, los números, el campo, las brujas, la ciencia… Las quiero a todas de nuestro lado. Las vamos a necesitar. Nos vamos a necesitar.