A R., cinco años después
―¿Que no estáis contentas con vuestra vida?― farfulló Albarota, mientras se quitaba de la boca una pinza amarilla.
―Hasta el coño estamos, guapa― contestaron al unísono unas voces estridentes y enfadadas.
Siempre le dejaban presidir la mesa. Así podían quedarse bien con su cara y seguir odiándola horas más tarde. Las cenas siempre eran en su casa. La mesa, como no podía ser de otra manera, siempre estaba decorada con mucho gusto.
Era tan odiosamente perfecta que se podía permitir cenar con el delantal puesto y el pelo recogido con una triste pinza de plástico.
―Pues yo me siento mejor que nunca. Me están sentando bien los cincuenta― prosiguió Albarota.
―Los cincuenta no sé, pero el pollo al curry cada año te queda más rico― replicó Mari Carmen.
Todas rieron, pero ella, indiferente, contestó con un «Gracias, joya».
Con el orujo aún calentando sus pechos, Albarota despachó a sus amigas rápidamente. Le había escrito su última conquista: había acabado su turno y estaría en veinte minutos en su casa. Era un bombero madurito que lucía su buzo a medio vestir en el calendario que aún colgaba de la cocina de muchas de ellas, detrás del de la caja de ahorros.
Mientras esperaban al taxi, desplumaron a la bella Albarota.
―Cada día da más asco esta tía. ¡Qué suerte tiene la cabrona!― se desahogó Pilar.
―Y ahora con el bombero ese. Yo que hasta me he imaginado alguna vez que me lo tiraba mientras echaba el polvo de rigor con Pedro― confesó Candela.
―Chicas, lleváis toda la vida poniéndola a parir, pero no faltáis a una cena ―objetó María.
―Cambiando de tema… ¿alguien quiere lotería del viaje de estudios de mi chiquillo?
Albarota se despertó sola al día siguiente. El bombero le había dejado una nota: «He ido a recoger a mi hija al aeropuerto. Hablamos.»
No quedaban naranjas y bajó a tomarse su zumito de rigor a la degustación de la esquina. Cuando fue a pagar, se dio cuenta de que se había dejado la cartera en casa. Pidió disculpas al camarero y volvió a su apartamento a recuperarla. Cuando llegó a la puerta, rebuscó en el bolso desesperadamente, pero sin éxito: tampoco estaban las llaves. Le entraron ganas de llorar, pero consiguió reponerse y volvió de nuevo a la degustación.
―Hoy no es mi día. Me he dejado las llaves dentro de casa. A la tarde te pago.
―No te preocupes, mujer― la tranquilizó el camarero―. Con este viento sur andamos todos como locos.
―Ni que lo digas. Voy a usar un momento el servicio y después salgo pitando. Solo me faltaba llegar tarde al trabajo.
Mientras se subía los pantalones, se le enganchó la pulsera en las bragas de encaje. Agotada totalmente su paciencia, tiró fuertemente de la muñeca y rajó la prenda por completo, quedando toda su cadera derecha al descubierto. Entonces reventó y lloró toda la rabia que se puede acumular en una mañana que ha empezado con muy mal pie.
Finalmente, consiguió abrocharse los pantalones mientras se bebía los lagrimones. Se retocó el maquillaje con un trozo de papel higiénico y al fin salió del baño para componer su mejor sonrisa ante el camarero.
―¿No tendrás celo por ahí, verdad? He tenido un pequeño percance, ahora te lo devuelvo.
―Lo que haga falta, guapa.
Volvió a encerrarse en el baño y unió como pudo los dos extremos de sus braguitas rajadas.
Al menos la tarjeta del metro sí que estaba en su bolso. Además, fue llegar y besar el santo. Solo llegaría un par de minutos tarde a la oficina.
Su cara se desencajó de nuevo cuando al fichar vio el cartel recordatorio que rezaba:
NO OLVIDÉIS QUE HOY A LAS 10 COMENZARÁ LA REVISIÓN MÉDICA
EN LA SALA JUNTO AL COMEDOR
Y entonces recordó: «¿Que no estáis contentas con vuestra vida?», «Hasta el coño estamos, guapa».
Alba Algarabia
Fika* (Bilbao), 18 de diciembre de 2015
Escrito en el taller de escritura creativa y relato de Bego & Marisa en el local de Mujeres del Mundo. De ahí el título, regalo de alguna colega escrivibidora…
Lugar mágico, profes magas y grupo cósmico… Nos seguimos la órbita literaria y vital.