A mi padre,
al que siempre encontraba leyendo
cuando volvía de las clases
Génesis
Me despido del sol sobre una duna y bajo corriendo y a los saltos para volver a mi reposera (1) y abrir el libro de Inés Bortagaray.
Bortagaray fue la primera de las autoras uruguayas que me recomendó Judith, de la librería Purpúrea de Montevideo. Yo buscaba libros de segunda mano y me acerqué al cubículo púrpura decorado con murales de Troche y Levedad en Plaza Fabini. Fuera, una pizarra con una frase, me suena, de Zitarrosa, que, recuerdo, me sacó una sonrisa, y un pequeño mueble con libros usados. Ninguno me convenció y entre a pedir más. «Autoras nacionales, por favor».

Se puede clasificar a les libreres en función de cómo reaccionan ante mi demanda. Me han llegado a ofrecer El código Da Vinci en Chilwe (isla de Chiloé, Chile). Haciendo honor al color que da nombre a la tienda, Judith contestó resuelta: «usados, no, pero nuevos, muchos». Y acto seguido fue desplegando ante mí una diversidad de escritoras uruguayas, novelistas, cuentistas, poetas, ensayistas… publicadas por una tremenda cantidad de editoriales independientes, de sugerentes nombres. Apabullada por esa orgía de libros, como en el poema Vestidos de dinamita de Gioconda Belli, y desacostumbrada ante tanto para elegir, precisé: «novela, por favor». «Ese, entonces», insistió.

Cuando leí la reseña en la contraportada (2), supe que Judith no estaba errada. Dice así:
“Cuántas aventuras nos aguardan es el viaje de una mujer adentrándose con ojos de expedicionaria en la selva de todos los días.”
Reseña de la novela de Inés Bortagaray (Criatura Ed., 2018)
Suerte que experimento más flechazos con los libros que con las personas, si no, mi corazón azorado no lo resistiría. Esa misma química carnal, esas ganas de arrancárselo de las manos a la librera y salir corriendo estrujándolo contra mi pecho, esa proyección patriarcal de media naranja perfectamente complementaria. Por fin, una autora que habla de mí y me comprende, ¡en este momento justo de mi vida! ¿No es mágico? La voz de mi conciencia feminista deconstruyendo al amor romántico me soplaría una ostia, pero con los libros no hay peligro, o ¿no han visto que les libres se cuidan?

Y sin embargo, los encuentros cósmicos existen, y así fue el mío con este libro de Bortagaray. Tras cinco meses de viaje, decenas de etapas y puede que hasta cien camas, una expedición a lo cotidiano me resultó de lo más apasionante. De hecho, andaba buscando un cuarto en Montevideo para varar cual ballena franca rezagada y perdida en el Río de la Plata, deshacer mi mochila y recrear rutinas para adentrarme en esa «selva de todos los días», al menos como espejismo temporal. Tuve el presagio, además, de que la voz de la autora vibraría en el eco de esa que estoy construyendo, en un escenario ―Uruguay― y momento vital ―punto de inflexión del viaje― donde siento muy viva la piel de mi escritora en ciernes.
Ahora vuelvo a leer la reseña mientras el ocaso se va cerrando y empiezan a asomar las primeras estrellas. Parece todo preparado para la cita perfecta, como en un romance cutre de domingo por la tarde, pero resulta que, acosada por una colmena de abejas que se ha instalado en un alero de la cabaña, ayer me encerré pronto y terminé de leer todo lo que traía empezado en la mochila. Para les descreídes, les más escéptiques, ¡ea! No elegí yo este momento, lo eligió el cosmos.
La cita del comienzo, me vuelve a enamorar ―aunque esté en inglés (3)―, porque, por supuesto, habla de mí (4) (PD1).
Me río sonoramente (5) con las confesiones de la autora y con su personaje abortado de Lidia, y me asalta el mal que hacía un tiempo no padecía: busco papel y boli para ir anotando páginas, referencias a mis proyectos… Es al mismo tiempo un rito inocuo y una lista condenatoria, pero no lo quiero superar aún. A veces nacen cosas hermosas de nuestras obsesiones.
El crepúsculo mudó en noche cerrada, así que aprovecho la interrupción para coger la linterna. Enciendo mi frontal (6), que compite con el halo de luz bicéfalo del faro Cabo Santa María. Barre la playa cada 56 segundos, igual que yo barro letras y espacios. Hasta que empieza a invadirme un ejército de seres inquietos camuflados de negro, que no respetan ni los márgenes. Apuro el capítulo y lo cierro.

Apago la linterna y me rindo al espectáculo del mar en la noche. Hoy tampoco hay noctilucas ―responsables, junto a Jorge Drexler, de haberme traído hasta aquí―, pero un montón de cuerpos celestes brillan en un cielo sin luna. Mar adentro, pero más cerca de lo que yo pensaba, se libra una tormenta. Fogonazos apocalípticos. Estrellas fugaces. Y yo me recuesto en mi reposera y comienzo a gestar este texto. Porque la literatura es eso, luz en la oscuridad. Parafraseando a Drexler, una luz que acurruca.
La partida

A la derecha, foto que me tomó mi madre instantes antes de subir al bus que me llevaría a Barajas para tomar un avión con destino a Buenos Aires, sin billete de vuelta.
Cerré mi casa hace cinco meses. Metí mis libros y otras propiedades más fútiles en cajas que guardé donde se me hizo espacio amable y generosamente (7) y partí con una mochila muy pesada.
Ya totalmente asumidas mis patologías mentales, rompí mi régimen de solo un libro por vez ―al que hay que sumar el cuaderno de escritura (8)― y me embarqué con tres. Dos de ellos eran breves, me consolaba, y en euskera.
Después de una primavera y un verano leyendo mucho a autoras vascas (9) y escribiendo yo también en esa lengua, pensé que me apetecería celebrar el Euskararen Eguna (10) leyendo a Laura Mintegi y la poesía de Omar Nabarro. Pero la realidad nunca es como una la proyectó, y esos libros terminaron en la puerta cerrada de la Euskal Etxea (11) de Córdoba, Argentina, prácticamente intactos, antes de que llegara esa fecha.
El desierto
Desde que partí y durantes más de dos meses, cargué con papel estéril, que ni leía ni escribía. Cada vértebra de mi columna era la cuenta de un rosario. Peregrinaba en penitencia, adquiriendo nuevos libros en cada puerto, y me autoflagelaba, por no terminar ninguna lectura, por no escribir ni dibujar nada.
Despertar
Todo cambió con mi operación. Y cuando digo todo, me refiero a todo mi ordenamiento: el amor, la familia, les amigues, la alimentación… y el viaje, por supuesto.
Lamgen Puel me visitó al tercer día de internamiento con un cargamento de libros y revistas (12), con recomendaciones propias y de su mujer, profe de lengua castellana, a la que, lamentablemente, nunca llegué a conocer (PD2).
Desesperada como estaba, a punto de colgarme del gotero, presa de una ansiedad que me lanzaba a caminar los pasillos de la pequeña clínica a cualquier hora del día o de la noche, no leí nada en lo que restó de cautiverio. Solo solitarios y largas charlas por teléfono.
Sin embargo, el gesto me conmovió en lo más profundo, más a sabiendas de que había toda una comunidad detrás ―el lof mapuce Puel Pvjv de Newken― comprometida con mi bienestar.
Seguro que la presencia de aquella biblioteca solidaria junto a mi cama del hospital me protegió. Fue mi primera biblioteca popular, itinerante, como yo.
La última noche de ingreso, sabedora ya de mi próxima liberación, pedí un boli a las enfermeras. «¿Sos escritora?, ¡qué lindo!» exclamó, y yo, boluda de mí, repliqué que solo escribía mis cosas. En ese momento decidí conscientemente reivindicarme como escritora.
Terminé las páginas de mi primer cuaderno de viaje justo cuando llegaba la última dosis de medianoche del maldito antibiótico. Por magias de la vida, ese día me habían cambiado la vía a la mano izquierda. De esa forma, pude escribir libre con la derecha, desde las entrañas, desde las costuras del texto y de la piel.

Publicada (y después censurada) en mis redes sociales junto a un manifiesto feminista en apoyo de las compañeras andaluzas organizándose ante la irrupción de la extrema derecha en las instituciones. Por descuido y desconocimiento del puritanismo triturador, ya lo he perdido.
No obstante, me honra que quede ese lema tatuado en mi vientre como único y digno testigo.
Ya de alta y algo más ordenada, me retiré al valle de Aluminé a seguir sanando en la naturaleza. Les médiques me prohibieron cargar peso durante 20 días, y yo, que soy muy obediente con la autoridad ajena, metí tres libros y el cuaderno nuevo en mi mochila.
El ensayo La mujer y lo sagrado en Tierra del Fuego de Delia Etchegoimberry, que tomé prestado del lof, era gordito, pero la novela y los relatos de García Marquéz de lamgen Puel eran breves. Aunque guardo alguna cita interesante del primero, no pude con él. Sin embargo, con el colombiano se obró el milagro.
Mi alma latinoamericana ha tirado siempre al realismo mágico, como tiran las cabras al monte. Y además, fue en la ribera del río Aluminé que comencé a ofrendarle mi voz al agua y a la naturaleza. Escuchar mi cuerpo lleno de sonidos me ayudó a mirarme y a encontrarme de nuevo. Definitivamente, la literatura es sanadora, como el agua.

(En Newken, Puel Mapu, en enero de 2019, en vísperas de un eclipse lunar.)
Cuando fluimos, todas las piezas encajan. Claro que cuesta lograrlo, a veces, son solo breves epifanías. En este viaje me he sentido a menudo fluyendo como río libre de represas, como la buena prosa. Y así han llegado las mejores lecturas y encuentros.
Primer encuentro
La víspera de partir de Aluminé, me acerqué a un evento en la plaza y me senté, causalmente, junto a la mesita itinerante de la Biblioteca Popular Juan Benigan, que gestionaban Mónica y su compañera. Enseguida le eché el ojo a una novela muy gruesa de una autora argentina, La travesía de Luisa Valenzuela. De nuevo, otra simbiosis. Mónica vio la chispa en mis ojos y se apiadó de mí: aceptó que me lo llevase aunque no tuviese ningún libro para trocar, con la única condición de que le enviase una breve reseña.
Intercambiamos mails y regresé al día siguiente a Newken (13) henchida de gozo por tanta exuberancia y tanta generosidad que guardan los cerros de esa región tan importante para la historia del pueblo mapuce.
Cuando hube terminado con Luisa Valenzuela, del otro lado de la cordillera, en Kurarrewe, escribí a Mónica para informarle del nuevo destino del libro y, de paso, saldar mi deuda: una reseña conmovida, con mucha autorreferencialidad, y varios relatos y poemas propios sobre los que podrían trabajar en el taller literario de la biblioteca. Su respuesta tardó en llegar, pero vino igualmente conmovida.

«mi vida es algo desaforada, no sé quedarme quieta. Ni huyo ni me persiguen, simplemente no estoy donde creen encontrarme, donde estaba unos segundos antes; será por eso que busco a los esquivos, o será porque soy como soy que los amantes se me vuelven esquivos y se me escurren entre los dedos.»
Luisa Valenzuela en La travesía (Buenos Aires: Ed. Norma, 2001)
Linger
Hago un inciso ―uno más, pido disculpas…― para explicar el porqué de esta palabrita anglosajona, después de confesar mi urticaria. Tendrán la culpa les raperes uruguayes, como Eli Almic, que mezclan el castellano y el inglés con rara naturalidad y estilo.
Es el título de una conocida canción de The Cranberries (14), y una de mis palabritas del alma preferidas. Muchas me ha regalado el euskera y el brasileiro, algunas el árabe y el francés, pocas el inglés. Pero es que linger expresa un verbo que no he sido capaz de traducir en ninguna otra lengua. He ahí el tesoro de la diversidad de formas de describir el mundo que son las lenguas. Les vasques lo sabemos bien.
Linger es algo así como quedarse un ratito en alguna parte y hacerse la remolona para irse. Me recuerda a les gates insaciables de caricias. Como demorarse en la cama, en un cuerpo, en un abrazo, en un beso… o en un libro.

Cuando recuperé el gusto por la lectura, sentí la necesidad de que les personajes se quedasen un ratito conmigo, de que me acompañasen un trecho del camino. Viajo sola (15) y tengo todo el tiempo para mí, así que una novela breve es ligero equipaje, pero la leo en un día de reposo o en un viaje en bus. Además, me encariño con elles. Si la autora es buena, o, sencillamente, conectamos, sus vidas comienzan a formar parte de mi mundo. Me hacen suspirar, reír… Les advierto de los peligros que solo la narradora y la lectora conocemos: «por ahí, no, compañera», «¡qué pelotudo!».
Los cuentos (16), de los que he disfrutado en otras épocas, me saben ahora demasiado a poco. La poesía, la leo en cada cerro nevado, cada atardecer, cada trucha saltando en el río. Cuando necesito a mis amazonas del verso ―Gioconda Belli, Ana Perez Cañamares, Alfonsina Storni… y las raperas, por supuesto―, las puedo encontrar en la red. Y el ensayo está, simplemente, totalmente fuera de lugar. Supongo que me basta con la interpretación de mi propia realidad. Las charlas con compañeres suplen ese vacío de «información», de actualidad. Hablando con el pueblo se conoce al pueblo, mejor que leyéndolo.
Yo ahora en la lectura busco el goce y nada más, hedonismo puro. Y ¡qué me dure, como el amor! Escoger a quién leer ―y amar― ya es un acto político.
Soltar
Ya que no había flashado con ninguno de los libros anteriores a La travesía de Luisa Valenzuela, desprenderme de ellos nunca fue un dilema. No obstante, y para mi sorpresa, tras recuperar el gusto, dejar en el camino las lecturas que mejor me habían acompañado tampoco resultó ser tan traumático, en este viaje en el que estoy aprendiendo a soltar mucho más que personajes de ficción atrapades en papel encuadernado.
Así como los primeros encuentros no los podemos programar de antemano, las despedidas, sí. Con el mismo mimo con el que me despido de una persona amada, me despido de mis compañeres de papel con un abrazo, una dedicatoria y elijo cuidadosamente a quién pasar el testigo.
¡Cultura para el pueblo!
Gracias a aquel primer regalo de la Biblioteca Popular Juan Benigan, opto preferentemente por bibliotecas populares ―en adelante, BP― para donar mis libros, centros autogestionados que pueblan los rincones más recónditos de este continente, llevando la cultura al pueblo. Porque los tiranos que nos gobiernan, tanto en el norte como en el sur, han hecho de la cultura un lujo, y allá donde prácticamente no hay inversión pública en bibliotecas (17) ni en cultura, crecen estos espacios, siempre decorados con hermosos murales y alguna linda extravagancia que los identifica: un viejo autobús escolar lleno de estantes, como en la BP Osvaldo Bayer de Villa La Angostura; o contenedores superpuestos, como en la BP Espacio de Libertad, junto al penal de mujeres de Newken, al que dio vida Aili Torna con sus monstruas.

A mí me llena de emoción cada vez que encuentro una, o cuando me invitan a conocerlas, como lamgen Lorenzo Loncon del lof Paicil Antriaw, con quien visité la Osvaldo Bayer. Son lugares para el recogimiento, la creación, para compartir luchas… Porque siempre está muy presente su identidad política. Son también espacios de memoria histórica y colectiva.
Aunque abundan, no siempre hay una BP a mano. Muchos de mis libros se han quedado en las casas donde me han hospedado. Y he regalado muchos también. Siempre dedicados con cariño. A algunes suertudes, incluso ilustrados. Porque regalar cultura es sembrar.
Segundo encuentro
A Marcela Serrano la conocí en Temuco, Ngulu Mapu (estado chileno). El recepcionista hipster de mi hostel venido a menos (18) me facilitó un par de direcciones tras consultar a su círculo. Bakan, el chabón. Si la cultura es cara también en este continente, $hile se lleva la palma.
Tras recorrer el centro sin éxito, finalmente llegué a una humilde galería, y cuando vi el puesto de libros usados, no di un duro por conseguir mi objetivo. Sin embargo, tuve que tragarme mis prejuicios. La joven librera era de lo más simpática. Aunque no compartía mis gustos lectores, supo nutrirme con varias autoras chilenas.
Fue un encuentro breve, pero se ve que nuestras disparejas pasiones lectoras conectaron y el primer libro que puso en mis manos fue el dardo del flechazo.
El albergue de las mujeres tristes de Marcela Serrano estaba en Chilwe, destino final de mi periplo patagónico. Aunque el itinerario de mis viajes nunca esté cerrado a cambios del destino, finalmente desembarqué en la isla un mes más tarde. Lejos (19) quedaban ya las páginas de Serrano: muchos kilómetros, varios cruces de los Andes, en un espacio relativamente corto de tiempo, desde Puerto Montt al Estrecho de Magallanes y vuelta al norte; y un puñado de lecturas.

Sin embargo, presentes estuvieron Floreana y sus compañeras de santuario. Yo no lo sabía aún, pero también encontraría mi refugio sanador en la comuna libertaria de Huillinko. La isla ya presagiaba mi tristeza, y para mitigarla, me regaló la belleza de sus crepúsculos hipnotizantes, la furia de sus temporales, su olor a leña, su exuberancia, agua y verde por todas partes… Y un puñado de hermanes, no evangelistas, sino anarquistas, con los que sigo compartiendo alimento literario.

«Aquí, en Chiloé, piensa Floreana, en su paz helada y su dura contienda con la tierra, se encuentra un trozo de Chile, casi ajeno a ese nombre y lo que su bandera significa hoy, distante de ese pomposo despertar del subdesarrollo, esa prosperidad pagada de sí misma que a los isleños no les alcanza. Y si mi bandera ha de ser ésta, se dice ella, me siento más cercana a sus espacios de tierra sureña, pobre y desolada, que a aquellos del norte donde tantas veces la exclusión me barre la cara, recordando mi espíritu un poco errático.»
De El albergue de las mujeres tristes de Marcela Serrano (1997)
Tercer encuentro
Me despedí de Marcela Serrano y todo su mundo femenino camino al glaciar Perito Moreno. Cerrarlo me dolió. Dejé correr alguna lágrima. Aquellos días caminaba con algo de escarcha en mi interior y separarme del calor de ese papel con aroma a estufa chilota fue duro.

Sin embargo, a la noche ya me esperaban Claudia Piñeiro y Las grietas de Jara. De una terapia grupal de mujeres a un edificio en construcción repleto de varones. Había traicionado alguna de mis máximas -era bastante breve y de intriga-, pero el cosmos quiso que yo conociera a esta autora argentina. Su pluma baja a pie de obra y se cuela entre las sábanas del lecho conyugal con una destreza y sordidez que atrapan.
Un relato brillante, redondo, digno de mi admirada Begoña Gómez, compañera del taller de escritura creativa de la calle Fika (Bilbao), que nació, cósmicamente, en este día de abril.

«Lo sabe desde hace un rato, aunque no se haya atrevido a reconocérselo ni a él mismo, porque hay cosas -que Papá Noel existe, que al Ratón Pérez le interesan tanto los dientes que se nos caen como para pagar por ellos, que la maestra nos quiere a todos por igual, que el amor dura toda la vida- en las que nos cuesta dejar de creer aunque la evidencia -mamá escondiendo los regalos junto al árbol- sea de una contundencia irrefutable.»
De Las grietas de Jara de Claudia Piñeiro (Alfaguara, 2009)
Libreres
Conocí a la cruda Piñeiro en La Boutique del Libro de Calafate. No fue una recomendación del librero; apenas cruzamos unas frases. Pero me permitió tirarme por el suelo para hojear los ejemplares más baratos bajo el mostrador, mientras él cobraba a otres clientes. Con ese gesto, ya se ganó el cielo, y esta mención.
Aunque a priori no tuviese intención de comprar nada, cuando llegué a Buenos Aires no me salté la visita obligada a la librería Ateneo Grand Splendid. A pesar de figurar en la ruta turística de must visit de la ciudad, lista de lugares que yo precisamente evito, otra linda compañera del taller -Nilda, dramaturga y actriz argentina residente en Bilbo- me lo había recomendado.
Vi que varies clientes charlaban animadamente con les dependientes -ahora precisaré porque me niego a llamarles libreres- y que estes dominaban su sector (20). A mí me pintó tirarme por el suelo enmoquetado y descansar un rato del bullicio de la ciudad.
Tras la decepción de la plazuela Julio Cortázar del barrio Palermo, donde la única referencia al autor estaba en el nombre del lugar -ni una rayuela, ni un cronopio…-, me acomodé frente a su obra. Nunca había leído nada de Bestiario, así que me decanté por un relato ambientado en París -ciudad en la que ambos vivimos-. Cuando me faltaba poco para terminarlo, vino un Men in Black a llamarme la atención: está prohibido sentarse en el suelo. Yo estaba en un pasillo por el que no se había pasado nadie del personal y dudo que algún cliente se quejase. Sospecho que me vieron por una cámara y el segurata cumplió la orden.

Me sentó tan mal, me horrorizaron tanto todas aquellas medidas antilibro, que me marché con la firme idea de no volver, salvo a rapiñar waifai y descansar otro rato, esta vez en los reglamentarios butacones. Pero incluso de ahí, me echaron. Esta segunda vez fue un cliente, que se quejó amarga(da)mente de que las butacas eran para leer, «no para otras cosas». Yo hojeaba mis mapas tranquila, cachai. Tanta mala onda… no la dejan vivir a una. Quédense con su ateneo pulcro de mierda.
Desde entonces, es una máxima: librere que me mira con mal ojo cuando me desparramo por el piso en orgía con los libros -como en el poema de Gioconda Belli citado al comienzo del artículo-, librere al que no gasto (21).
La librera más bakana fue Daniela, de la Qué Leo Patagonia de Coyhaique. Profesora de lengua castellana, montó la librería para suplir la falta de un espacio de calidad para sus camaradas en la ciudad y en la región de Aysén. Aunque solo me llevé un libro de trueque en esa ocasión, me prestó papel para un carta, cuidó de que su música (22) y actividad no me molestasen mientras escribía y encima me sirvió un café que rechacé.
Las Qué Leo son una red de librerías independientes de Chile. En realidad, es una especie de franquicia, como me explicó Daniela, pero una marca con garantía de calidad, puedo asegurar. En mi primer viaje a Chile, visité la Qué Leo del Barrio Brasil de Santiago y aluciné con los conocimientos de literatura y cultura vasca de los libreros. Además, me asesoraron genial para adentrarme en la cosmovisión mapuce, a través de varios ensayos y cuentos. Y como guinda, me encantó ver que habían apostado por el Diario de un cuerpo de Erika Irusta, que aún no leí.
Cuarto encuentro
En la librería de Daniela troqué Arcana (23) de Cristobal Vicente, libro basado en la película documental del mismo autor sobre la antigua cárcel de Valparaíso, por La escala de los mapas de Belén Gopegui. Ay, lo qué he sufrido yo con Sergio Prim.

El protagonista masculino de la autora española es un lunático de la cartografía, enamorado de una compañera del gremio, con los pies un poquito más en la tierra. A través de un narrador muy particular, tan loco como Sergio Prim, Belén Gopegui despliega una prosa poética hermosa, de una sensualidad inspirada en la naturaleza que me cautivó enseguida.
Antes de darlo en adopción -a Mayte y Rober de Huillinko, Chilwe-, me llevé muchas citas y metáforas copiadas en mi cuaderno. Una de ellas -que no es esta que viene- me ha dado el título para otro artículo (PD3).
«la inquietud por no poder ocultarme en su cuerpo como en una montaña de hojas secas»
De La escala de los mapas de Belén Gopegui (Anagrama, 1993)
Ellas, nosotras
Hubo un quinto encuentro. Llegar hasta Nadar desnudas de Carla Guelfenbein (Alfaguara, 2013) no fue obra del cosmos. Más bien la consecución de una búsqueda de larga data (24). Por eso no me detendré en detalles del hallazgo ni en la novela en sí, que, por culpa de las altas expectativas, me dejó más bien fría.
Solo diré que, en parte por el universo y en parte premeditadamente, desperté casi con el alba la mañana del 8 de marzo y, mientras la casa dormía, me acerqué al ventanal de la cabaña sobre palafitos de Mayte y Rober, con vistas al lago Huillinko, desprecinté el libro sin hacer ruido y comencé su lectura.

La casa estaba muy fría, tras una noche de finales de verano con cielos totalmente rasos. Y así amaneció el día. A falta de leña, me cubrí con una manta del mismo azul turquesa de la tapa del libro y devoré las primeras páginas con las manos heladas. El espectáculo valía el sacrificio.
Como canta Natalia Lafourcade en No más llorar (PD4), «Cuánta libertad que miro / en las aves que amanecen / en sus cantos, sus sonidos / cómo alegran mis oídos», todo era paz aquella mañana en el lago. Y yo me enamoré de las garzas rozando el agua en su vuelo, como de la lectura de esos cuerpos adolescentes nadando desnudos.
Me fasciné comparando esa mañana con el recuerdo del 8 de marzo del año anterior. Primer paro feminista en la ikastola (25), masivo tras el trabajo de intensas semanas de asambleas, manifiestos, negociaciones… Llegó el día y vibramos, cantando en las escalinatas desiertas del centro, porque si paramos nosotras, se para el mundo. Todo el día en las calles, saltando, abrazándonos…, frenesí en las redes… transportes, avenidas y plazas colapsadas…
Y yo, en ese momento en Chilwe, agradecí estar lejos de la movida. Prevalecía, por encima de todos, el recuerdo de la breve siesta bajo un árbol del bidegorri -senda de bicis- de Barakaldo, en un limbo de aquel día en el que hicimos historia. Porque al feminismo le debo estar así de viva, pero, sobre todo, haber aprendido a cuidarme.
Claro que fui a la marcha en Castro -capital chilota- con las compas de la comuna libertaria, y saltamos, y nos dejamos la voz… pero mi mayor aporte a la revolución ese día fue reafirmarme en mi idea de seguir apostando por la literatura y el arte hecho por mujeres y disidencias.

¿Por qué leo solo a mujeres? (26)
Para empezar, porque nos publican muchísimo menos que a los hombres, y solo consumiéndolas animamos a las editoriales a promoverlas. Patriarcado y capital, alianza criminal, ya lo sabemos.
Además de ser una decisión política, soy honesta al afirmar que, lejos de ser un sacrificio, las disfruto más. Será porque, como escribe Bortagaray en el prólogo de su novela Cuántas aventuras nos aguardan, satirizando a los críticos, «las egoístas» nos ocupamos «con una parsimonia satánica» en mirarnos «el ombligo y recorrer lentamente todos los vericuetos» de nuestros «días chiquitos para hacer una literatura de diario íntimo». Egoístas o no, yo solo sé que me llegaron todas y cada una de las autoras que me acompañaron en este viaje, quizá porque fueron capaces de «escribir con verdad o con sentimiento, o con ambas», citando de nuevo a Bortagaray. Y si somos egoístas porque nos cuidamos y colocamos en el centro, pues entonces, recontraegoístas.
Por supuesto, la sensibilidad de muchos autores hombres ha logrado conectar con mi lectora conmovida. De hecho, sin conocer su autoría, estoy segura de que no sería capaz de adivinar si un texto lo escribió una persona de género masculino, femenino o diverso.
Soy flexible y claro que hago excepciones, pero no lo siento ni como una discriminación -¡¿perdona?! ¿alguien se ofendió?- ni como una limitación. De hecho, ese filtro me facilita mucho la tarea. Descartadas las autoras de folletines y novelas eróticas basura, lo que queda, tanto en los rastros como en muchas librerías, suele ser una exigua colección que esconde auténticas joyas.
A ninguna de estas autoras la había leído antes, y la mayoría tienen una obra extensa, así que saliveo pensando en lo mucho que me queda por disfrutar junto a ellas.
Apunte final: son todas blancas. Ninguna autora racializada, ni trans, ni queer… Por lo tanto, aún (me) queda mucho por hacer.
Oda final a los pueblos mesopotámicos
Dicen les historiadores (27) que fue en la cuenca del Tigris y del Eufrates donde nació la escritura y las primeras obras literarias (28). Justamente allá donde hoy se gesta una de las revoluciones más emancipadoras e inspiradoras de la humanidad: la de pueblo kurdo, con las mujeres al frente.

(Selfie en el Cerro de Buena Vista, Cabo Polonio, Uruguay. Abril de 2019)
No muy lejos, en el antiguo Egipto, aseguran se inventó el papiro, precursor del papel chino.
Mucho le debemos a la ciencia y la tecnología, como canta mi querido Jorge Drexler en Mi guitarra y vos, «hay fórmulas hasta para describir la espiral de una caracola». Sin embargo, yo agradezco al producto de generaciones y generaciones de ancestres que soy, la conciencia y la libertad para elegir.

En este caso, elijo al papel frente al libro electrónico. Con él no hubieran existido los quebraderos de cabeza por cargar con una biblioteca itinerante en la mochila, pero tampoco hubieran existido todos esos encuentros con libreres, bibliotecaries militantes, trueques, regalos, dedicatorias… Además, ahora que me ordené, ya no siento mi columna como un rosario, sino como una vía láctea, cada vértebra una galaxia literaria.
Definitivamente, me quedo con el papel y con las mujeres.
Además, el cosmos quiso que mi ebook me durase casi tan poco como los amantes. Murió achicharrado por el sol justo después de vencer la garantía, hace aproximadamente una década, cuando el boom.
Doy gracias, pues, por haber vuelto a los orígenes. Y por haber encontrado en el papel el mejor elemento para volcar mi mundo hecho de poesía de palabras y dibujos.
Siempre quisimos dejar huella, registrando la realidad y los sueños con lo que la naturaleza nos ofrecía. Y siempre buscamos hacerlo de forma bonita. Rodearnos de belleza es una necesidad vital, un mecanismo de supervivencia.
Yo llevo muchos años escribiéndome. Lo hago en cuadernos artesanos (29), con bolígrafos de formas y colores que me inspiren, cuidando cada detalle.
Agradezco a Pablo Pagegi, mi profesor del euskaltegi (30), que vio hace diez años algo más que redacciones en mis textos para examinarme del EGA (31). Y sí, compañero, yo también veo que fue en esa mezcla de manifiesto y poesía, plagado de referencias culturales, donde comencé a construir mi voz y tomé conciencia de mi talento. Porque yo tengo abuela y aborrezco la falsa modestia. Hay que hacerse cargo. El pueblo necesita nuestro arte.
Doy gracias también a Marisa y a Begoña, maestras del taller de relatos de Fika, por ayudarme a perfilar mi voz. La sirena con el corazón en un puño, como vieron Begoña y mi hermana Alba, esa soy yo.

Tengo, pues, el don de la palabra. Sin embargo, siempre me sentí un fracaso en las artes plásticas y el deporte, debido, probablemente, a traumas infantiles provocados por las malas prácticas de mal llamades educadores que, como tantes, habían terminado en la escuela de rebote o por resignación y conformismo.
Pero un día, sentí la necesidad de hacer ejercicio. Y me tiré a una piscina, y había agua, y flotaba.
Igual con el dibujo. Un día comencé a pintar pequeños jeroglíficos en mi diario y se entendían bien con el texto. Hasta el día en que le pinté un cuadro a mi prima para el salón de su primera casa y comencé a ilustrar mis propios relatos, también con fotos originales. Ahora mis cuadernos de viaje son puro arte (32).

Se lo debo, en este orden, al cosmos, a mi amiga Janire -gran pintora y artesana-, que me animó a ir, y a Martin Muro del Estudio Duende, facilitador del Taller de Iniciación al Cuaderno de Viaje, al que asistí antes de mi primer viaje a Wallmapu.
Con la certeza de que no sería en vano, metí en mi mochila las acuarelas que nos dieron en el taller. Cualquier cosita es arte con esas marcas de aguas de colores.
Al igual que en la piscina comencé a probar estilos nuevos, en este viaje partí con lápices de colores, que ahora combino con rotuladores. Se me resisten los retratos, pero la voluntad empuja.
Y así es como quiero que mis alumnes y amigues lean, escriban, dibujen… Que se expresen en la lengua y lenguajes artísticos que les nazcan, en mi caso, del coño (33). El poliamor en las artes es bakan. Y les artistes totales somos gente apasionada, enamorá de la vida. ¡Somos totales!
¡A crear!
¡Feliz día del libro y la literatura!
La Paloma, 5 de abril de 2019

NOTAS AL PIE
(0) El título lo inspiró Guadalupe Jover, pedagoga literaria. Os recomiendo leer sobre sus constelaciones literarias en la web.
(1) Silla, para mis lectorxs peninsulares; y sí, me estoy haciendo mayor y bajo a la playa con asiento, igual que tantas otras señales de envejecimiento prematuro o temido aburguesamiento que dar(í)án para otro texto.
(2) Desconfío, de entrada, de las tapas llenas de alabanzas de crítiques famoses. Nunca me atrajeron las citas a ciegas ni la opinión de ilustres talonario mediante.
(3) El antimperialismo que me acompaña desde el G20 (Buenos Aires, 30 de noviembre de 2018) ha reafirmado mi aversión al tufillo de cultura anglosajona en estas latitudes, y ha condenado a la lingua franca, espero que remediablemente, ya que soy -¿era?- profe de inglés.
(4) Explicarlo me comprometería un poco, así que voy a regalarles a les lectores una de esas raras elipsis en mis discursos.
(5) Igual que les leo en alta voz a los ríos, a los mares… y supongo que también para hacerme compañía.
(6) Fue utilizada más para leer en el toque de queda de hospedajes y transportes de larga distancia que para incursionar en la selva, porque, lo confieso, soy un jaguar al que le da miedo la noche.
(7) Eskerrik asko ama ta Jokin, konpartsakide aparta.
(8) Esta vez prescindí acertadamente de la guía, en este viaje con pasaporte plagado de sellos.
(9) Uxue Alberdi, Irati Jimenez eta Danele Sarriugarte.
(10) Día del Euskera, la lengua vasca, que se celebra el 3 de diciembre.
(11) Casa vasca, centro cultural de la diáspora o colectividad de origen vasco.
(12) Gabriel García Márquez, Ángeles Mastretta y La Garganta Poderosa.
(13) Con cuatro libros en la mochila… Qué no se enteren mis médiques ¡ni el seguro de asistencia en viaje!
(14) Desde aquí un sentido homenaje a Dolores O’Riordan, la cantante, que nos dejó hace poco.
(15) Perdón, Barbijaputa, ¡sola, no, con mi parrús! Oremos, hermanas: ¡sola, no, con mi parrús! ¡sola, no, con mi parrús!… Eskerrik asko Amaia por compartirme el podcast de este programa tan necesario de la radio cruda.
(16) También me llevé de la librería Purpúrea de Montevideo los relatos de Sexualidades monstruas de Valentina Viettro que me recomendó Judith. Y los he disfrutado en el segundo verano que me ha regalado la costa de Rocha desierta en otoño, con la erótica a flor de piel.
(17) Sí que la hay en toda Euskal Herria y el estado español, pero aún hay quien no lo valora y se jacta de no haberlas pisado nunca, o solo en época de exámenes. Y así terminarán robándonos ese patrimonio también. Recuerdo la confirmación de mi amiga y hermana Amaia, cuando vio que había una biblioteca pública a la vuelta de la esquina del piso que se acababa de comprar, y ahí sí, supo que había acertado y se sintió en casa.
(18) Una fortaleza ridícula con los cubiertos bajo llave y una rubia tomando un sol oculto por los genocidios forestales en un bikini flúor y una azotea gris.
(19) En La Chocolatería de El Chaltén, territorio tehuelce o aonikenk, estado argentino.
(20) Porque, como todo en la Argentina, cada sector -Teatro, Muralismo latinoamericano, Psicología…- era gigante.
(21) Porque aún no me atreví a robar, desde aquella lejana adolescencia bizarra.
(22) ¡Al contrario! Me encantó conocer al Tata Barahona.
(23) No fue uno de esos linger, pero me hizo acordarme de compañeres que han estado privades de libertad por su actividad política y mandarles un saludito. Lo más insólito fue cómo lo conseguí: en plena carretera austral, en el ferry de Puerto Yungay. Seguro que merecía un filme contar cómo había llegado hasta allí, y dónde terminaría.
(24) Desde que viese su reseña y hermosa portada en una lista de recomendaciones de autoras chilenas en la biblioteca de la Casa Museo de Gabriela Mistral en Vicuña, en el corazón del bellísimo y enigmático Valle de Elqui, en mi primer viaje a Chile.
(25) Federación de escuelas vascas. Históricamente nacieron en la dictadura, para preservar y alfabetizar en euskera, la lengua de nuestro pueblo, pero hoy en día se han convertido, a mi parecer, en una liga de escuelas semiprivadas bastante elitista.
(26) Mismo criterio para raperas, ilustradoras… porque, como en la lucha entre lenguas minoritarias y fagocitarias, los hombres siempre se imponen y nos llegan, mientras que a nosotras hay que buscarnos, rescatarnos.
(27) Desconozco qué dice la her-story al respecto.
(28) Poema de Gilgamesh de la literatura sumeria. Hermoso, se mire por donde se mire, atravesado por un patriarcado salvaje donde hay lugar para la sensualidad y el sagrado femeninos.
(29) Informo: uno de mis regalos favoritos, tanto recibirlo como entregarlo, a escribividorxs.
(30) Centro formador y alfabetizador, escuela del idioma vasco, el euskera.
(31) Título que acredita un alto nivel de dominio de la lengua vasca, necesario para acceder a un puesto del funcionariado público o a la docencia en la Comunidad Autónoma Vasca.
(32) Porque yo sí tengo abuela -de hecho videocharlamos hoy y me dijo que me veía muy guapa-; pero también soy mi musa y mi fan number one.
(33) Gracias, Erika Irusta, por tu coñoescritura. No hay otra forma de sernos justas y honestas.
POST DATA
(1) La cita de Margaret Mee quedó resonando en mi memoria e inspiró una foto, que a su vez inspiró un poemita erótico meses más tarde. Todo en esta entrada de mi blog: La siesta del jaguar.
(2) En junio regresé a Newken, a mi génesis particular, al lugar donde dejé mucho más que un apéndice. Escuché tristemente que aquella profesora de Lengua que había sido tan generosa conmigo estaba ingresada, en la misma clínica que yo. Quise visitarla. Al subir a la que había sido mi planta, descubrí maravillada que la lamgen se recuperaba en la que había sido también mi habitación. Su cama, sin embargo, estaba vacía. Su reciente compañera de cuarto y acompañante me dieron una noticia que me reconfortó: le acaban de dar el alta. No pude finalmente hacerle entrega de mi regalo, un pedacito de literatura vasca con el superventas (hasta ahí puedo leer porque no lo he leído) Patria de Fernando Aranburu, junto a una copia de esta bitácora literaria. Pero ella me hizo a mí un regalo aún mayor: regresar a aquellos pasillos hospitalarios, una escuela donde aprendí a confiar en la vida y su magia, donde me creí morir del ansia, lloré, reí, besé… El bing bang donde nació una nueva Alba, me atrevería a decir, y que me preñó de poesía.
(2) En realidad, se va a convertir en un libro con reflexiones y ficciones de mi viaje, en el que quiero que figure este texto.
(3) Canción que se convertiría en mi gran mantra del desamor, al cantarla cada mañana en ayunas en el porche de la cabaña de madera que me prestaron a mí más tarde, en las costas de Rocha, Uruguay. La misma en la que escribí este artículo. Casi un año ha pasado ya y me curé hermosamente de aquel duelo, pero aún lloro al escucharla. Gracias infinitas, Natalia Lafourcade.